""La CAZA de perdiz con reclamo no se enseña, hay que sentirla para aprenderla. Es un arte; un arte tan viejo como el toreo y tan nuevo como el sello que le otorga cada intérprete"."


"CAMBIARIA TODO LO QUE SÉ POR LA MITAD DE LO QUE IGNORO"

lunes, 7 de marzo de 2011

El «cuco», un patrimonio cultural inmaterial, por Eduardo Coca Vita



En 2003 aprobó la Unesco (‘Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura’) la «Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial», algo así como el acervo de expresiones, conocimientos y técnicas integrantes de la idiosincrasia, cultura y patrimonio espiritual de ciertas comunidades o grupos.
Con variadas denominaciones que vienen a decir lo mismo (patrimonio universal de la cultura; patrimonio cultural universal; patrimonio viviente de la humanidad; patrimonio inalterable de la colectividad…), pudimos leer en noviembre de 2010 varias informaciones en torno a la cetrería, una de esas «manifestaciones o creaciones humanas» que el comité intergubernamental ad hoc de la Unesco, reunido en Nairobi el 16 de noviembre, añadió al inventario de la herencia cultural intangible. Una más de las salvaguardias acordadas en dicha reunión, donde se produjeron nuevas incorporaciones a la lista blindada, cinco de ellas relacionadas con España y por España presentadas, bien en solitario (el flamenco, el canto de la Sibila y las torres humanas) o junto a otros países (la comida mediterránea y la cetrería, esta última de mi especial interés y atención ahora). La «homologación» por la Unesco implica el sostén de los gobiernos firmantes a las tradiciones encarnadas en habilidades, conocimientos y rituales, artesanía, canciones o bailes, prácticas relacionadas con la naturaleza, etcétera.

La caza con armas, con su transfiguración de cincuenta años acá, tiene poco que hacer en la Unesco, por extendida que esté su práctica a lo largo y ancho del planeta. Además de lo que yo llamo «el veto de la sangre y el de la violencia», a la caza se le superpondría hoy «el veto de la desvirtuación». Ni una astilla de la lanza que con ingenua sinceridad rompía por la caza el editorial de Ñudi en TROFEO de diciembre último llegará a la parisina sede del organismo internacional. La reciente pero rápida metamorfosis del cazador ha engullido la esencia de lo que la caza conservaba hasta hace media centuria como patrimonio histórico inmaterial de la especie humana. La ciega adhesión de los nuevos «cazadores» a todas las modas, avances y progresos imaginables ha desautorizado a la caza para pedir el respaldo de un ente multinacional ocupado en la cultura y educación «tradicionales».

Cualquiera entiende que la montería española puede alegar valores de ese orden. Y hasta como modelo. Pero la de antes. Ni siquiera el rescoldo de clasicismo que aún chisporrotea en algunas batidas tiene ascuas para reavivar la llama que caldee a los responsables de la calificación benefactora. Una montería antigua sí podía deslumbrarlos. Pero a las modernas no las reconocería ningún montero, no ya del siglo XVIII, ni siquiera de mitad del XX. Triste aportación del desarrollo, pese al esfuerzo del Real Club de Monteros, los propósitos de su «Manifiesto», el sermoneo de Perico Castejón y Emilio Jiménez y las guías de Santiago Segovia, ramilletes de consejos para el buen montear cada vez menos cumplidos por perreros y tiradores. Ni maquillada y enjoyada cabe imaginar a nuestra montería del siglo XXI seduciendo a la Unesco. Un axioma, y no simple aserto, que evita detallar sus maldades, pilotadas por la lamentable manufacturación de seres vivos para juguete de adultos. Triste actividad la del emprendedor fabricante del falso género, penoso ejercicio el de su pasivo adquirente, que confunde mancha y bazar, coto con gran almacén.

Pero igual que digo eso de la desfigurada montería, digo también que otros modos de caza conservan en España su olor, sabor y color. Dejando a un lado el «parany» y la «contrapasa» (que, en vez de ayuda oficial, han recibido guerra sin cuartel y destierro legal), destaco sobre todos al reclamo de perdiz, honroso y respetable acreedor de un reconocimiento general por múltiples causas. Ni siquiera obstaría el necesario disparo a la pieza entrada en plaza. Casi siempre fulminante, de gracia. Quizá el tiro menos cruento que imaginar quepa en la caza armada. Una caza la de perdiz con reclamo que Delibes —no practicante y hasta detractor— la llamó, por boca del cura «cuquillero» Pedro Cazalla, «método limpio, casi científico», frente a lo que Cipriano Salcedo, su acompañante ocasional, le reprochaba de emboscada y espera alevosa, intromisión en la vida sentimental de los pájaros, sin reparar en el obligado sacrificio del rival para que el cantor prisionero no se malee y siga incitando al campo.

Creo que los «reclamistas» son unos caballeros respetuosos con las sólidas tradiciones. Nada que ver sus métodos y medios con los de otros cazadores. La perdiz sigue cazándose a reclamo sabia y sobriamente, igual que lo describe incidentalmente Delibes en «El hereje», novela situada en el siglo XVI. Y sin cambiar la fuerza mortífera de escopeta y munición, sólo su compostura, pues ni la distancia entre tollo y candelecho ha variado. La caza con reclamo posee un hondo tradicionalismo, mantenido siglo a siglo, antes y después de cualquier cambio social, resistente a perder su esencia y arraigo, con igual valor y filosofía ayer y hoy. Así como no veo para la caza en bloque la venturosa declaración de intangibilidad, ni siquiera para la montería (infectada de males y alejada de su núcleo histórico-cultural), sí le doy al «cuco» su oportunidad, pues no merece el reparo de la desvirtuación y puede salvar los vetos de la cruentidad y el maltrato. Hablamos de muerte, sí, y de muerte a tiros, pero nada que ver con la de animales pasados por armas blancas o dentelladas de perros. La sangre aquí no nos pierde. Ni escandaliza ni alarma. Los bodegones que románticamente ligaba Miguel Delibes a las piezas menudas sin vida, tienen su muestra excelsa en la inerte perdiz abatida a pie de tanganillo. Hay veces que el resultado en conjunto del lance, no ya parece un cuadro de autor sino realmente una escena plástica obrada por el propio campo o el mismo Dios.

Si la cetrería tradicional aglutina, como dicen los suyos, todas las facetas protegibles, y si ha aportado miles de palabras al lenguaje, inspirado artistas y generado libros de biología y otras ciencias, ¿qué diríamos del «cuco»? Si la cetrería lleva a una fascinante manera de observar el funcionamiento de la naturaleza, y si al cetrero le supone un desafío mental comprender la conducta animal, ¿qué no le sucede al «cuquillero» con el perdigón reclamante y los reclamados? Si la misión de la cetrería es unir en estado natural a dos actores, rapaz y presa, induciendo tácitas alianzas de razón con instinto, ¿qué hace el cazador de puesto formando familia con sus machos cantores? Si la del cetrero es actividad de bajo impacto, ¿en qué desmerece la del «puestero»? El entrenamiento y cuidado de las aves, el equipo y utillaje usados en cetrería y el lazo entre inteligencia y cerebro predador tienen todo en común con el mundo del hombre jaulero y la jaula y su músico inquilino.

Y recuerdo a los lectores que no soy del gremio. Solamente admirador puro y acendrado apologista de quienes lo integran: por su amor y esmero en el cuido de los perdigones; por su constancia y celo en la guarda de las tradiciones; por su paciencia y desvelo en trasnoches y madrugones; y por esa fiel vocación que convierte en religión sacrosanta su afición: once meses de oración por un mes de «perdición»; en total, doce meses de intensa pasión y el año entero en tensión. ¿A qué espera la Unesco? ¿Qué más quiere? Y dese prisa. No vayamos a tener antes que entonar un cántico responsorial por tan noble pacífico arte cinegético. Y en la catedral más señera de la vieja y ancestral Europa, que, negando pasito a pasito su pasado y el de sus miembros, parece no saber adonde va.

De viajar algún día a París la solicitud de proteger el «cuco», viviríamos la paradoja de una parte de la población luchando por prohibirlo con apoyo de Europa y otra peleando en la Unesco para que los gobiernos, las instituciones, las administraciones y la sociedad española se obliguen a custodiarlo como reliquia inmaterial que no debe perderse, ni mutarse o reformarse sin garantía de pureza. Quisiera que ganasen los últimos, aunque nada mío defiendo, ajeno como soy a una especialidad que no practico. Solamente por hacer justicia a la tradición.

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